yo no vi a Silvio


Tengo un radar interno descompuesto. Marca por dentro una señal muy débil, sus mediciones a veces me dicen “no lo hagas”, y yo, babosa hija de las esperanzas perdidas, de todas formas lo hago, y, termino, como en varias ocasiones, en la inmunda desdicha.
Hace más de un año Silvio Rodríguez llegó a Bolivia, fue un concierto gratuito al que gracias a algunos contactos hubiera accedido tranquilamente a un boleto VIP, pero no, yo decidí viajar a Lima en las mismas fechas, lugar en el que pensaba me esperaban, para luego darme cuenta que ni el aeropuerto estaba a mi favor, de todas formas, en Lima también existía una presentación del trovador, y bueno, yo, bolivianita promedio, acostumbrada a la generosidad de los empresarios bolivianos y el viceministerio de culturas que nos regala conciertos magníficos a precios accesibles y en espacios maravillosos, pensé que sería fácil conseguir una entrada en Lima… pero no. No había nada más errado que eso, pues en Lima, para sorpresa mía, no quedaba rastro de la trova sudamericana, de revolución lírica, de canto social, yo no se por qué, pero allá no se había vivido a Silvio o, como en el caso boliviano “revivido” una y mil veces a Silvio, posiblemente, habían negado su presencia después haber sido atravesados por una avalancha de crecimiento demográfico, comercio informal y es constante citadina de sobrevivencia a como de lugar, o tal vez les sobrevino la llegada de todo lo smarth y el mercantilismo que ahora les dice que vean Yo Soy y no a un cubano con su guitarra, de quien muchos además lapidaban como un camarón de la famélica izquierda sudamericana y claro, la leprosa y agonizante izquierda limeña.
Con todo y todo, de todas formas me largué a Lima, dejando de lado la fecha del concierto que anhelaba tanto, el que me hubiera dejado escuchar a Silvio cantando Te doy una canción… Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan… o la soledad es asunto de los hombres, no de los amantes… en fin.
Llegué a Lima y fui opacada por la inmensa metrópoli, kolla y padeciendo el calor como oveja de Achacachi, dejé pasar el tiempo, hasta que un día presioné para ir por la entrada para ver a Silvio en Lima.
Creo que pocas escenas de mi vida han sido tan patéticas, y eso es mucho que decir pues las he tenido varias. Llegamos a un supermercado, tan impersonal como los supermercados del mundo, me acerqué a la vendedora de entradas y, para empezar, ella apenas y descifró el nombre del cantautor cubano, luego me dio la terrible noticia de que quedaban tres entradas en la última fila al precio de lo que costaba la primera fila, todo porque ya no estaban en promoción, por supuesto era un precio irrisorio e imposible para mí, y así, sumida en el golpe de haber viajado kilómetros, de haber dejado mi mundo que sí conocía a Silvio, no como la vendedora!, a kilómetros de ingresos monetarios, en medio de un puto supermercado con nombre chino, en medio de compradores de huancaína y de tarjetas de crédito con dibujitos animados, lloré. Lloré con la tristeza de lo irremediable, de lo inaudito, de la carga de las decisiones que uno toma y debe asumir, con la tristeza de los últimos diez años deseando ver a Silvio, lloré en una fuck’n caja de supermercado ante la mirada de una niña emo que no le interesaba más que la maldita temporada de Al fondo hay sitio. Debí saberlo, debí. Así que lloré, lloré, como wawa extraviada y sin plata, que eso es lo que realmente era en ese momento.

Como todo en la vida, me repuse de ese viaje, no sin haber cubierto a la fuerza profundas cicatrices. Ahora recibo la noticia de que llega Joaquín Sabina a Bolivia y me pregunto si ese radar interno que trata de hacerme actuar con lógica, que me hubiera salvado de otras varias tantas cicatrices y que intenta hacerme razonar más allá de lo que realmente uno quiere ver, ahora, funcione. Espero que me sacuda el encéfalo, reduzca la mortalidad de mis neuronas, estabilice la croqueta del cerebro y no me deje nuevamente padecer mi tristeza en un desalmado momento y lugar salido del radar averiado de la razón.



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