Esos
tiempos, aquellos en los que podía mirar a través de mis anteojos con toda la
claridad que se puede encontrar en una bola de cristal, han pasado.
Un
día caminaba rumbo al mercado y empezó una ventisca. El polvo y las
hojas que llegaron súbitamente me dejaron el ojo irritado. Tuve que ir al oftalmólogo,
algo dentro mío me decía que era de cuidado, sin embargo, simplemente me
indicaron pasar esa irritación con gotas.
Las
gotas sólo refrescaban por momentos esa inflamación, luego todo empeoró.
Los
días siguientes me puse a ver por la ventana y me di cuenta que el viento nunca
se detuvo, que la ventisca que estremeció todos los árboles de la entrada de mi casa se instaló en la puerta.
Hoy
he decidido no salir. Ni la irritación, ni las frías gotas, ni la ventisca podrán
alejarse de mí, no ahora que los vi con un ojo por la ventana y que ellos me han visto también.
Por lo menos en casa, entre el rojizo ojo que queda y el otro que está espantado, pienso ocultarme para que nunca, nunca más, tenga que ir al mercado.
Por lo menos en casa, entre el rojizo ojo que queda y el otro que está espantado, pienso ocultarme para que nunca, nunca más, tenga que ir al mercado.
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